Ponencia presentada en la II Conferencia Nacional sobre Políticas de Drogas, organizada por Asociación Civil Intercambios, en 2004 por Pedro Lipcovich.
Procuraré distinguir entre dos órdenes referidos al uso de las sustancias psicoactivas comúnmente denominadas drogas: el de lo legal-ilegal y el de lo legítimo-ilegítimo: es sabido que hay sustancias cuyo uso es legal, y otras de consumo ilegal; trataré de mostrar que una sustancia psicoactiva, más allá de su legalidad o no, puede ser objeto de usos legítimos o ilegítimos.
Partiré de un ejemplo. Hace un tiempo, se anunció oficialmente que los médicos de las Fuerzas Armadas de un país desarrollado habían incluido el tetrahidrocanabinol –THC, principio activo de la marihuana– entre los fármacos utilizados para tratar el denominado “estrés postraumático” en militares. Se trata de un uso legal del THC: ¿es un uso legítimo? Esta pregunta hace necesaria otra: ¿en qué consistirá propiamente lo que el ejército de ese país llama estrés postraumático? Lo que el médico militar denomina “estrés postraumático” puede corresponder al dolor, la culpa, el desgarramiento de una persona que ha participado de acciones abominables contra poblaciones civiles. En esta óptica, lo que para el médico militar es una disfunción, una especie de enfermedad, resulta ser la persistencia de un principio ético: por suerte existen soldados que padecen ese “estrés”, porque en ellos, y no en los que duermen sin problemas, puede cifrarse alguna esperanza.
Tratar ese desgarramiento ético a la manera de una “disfunción”, mediante una sustancia psicoactiva utilizada como psicofármaco, no es legítimo, aunque pueda ser legal. Y se puede prever que este uso ilegítimo dará lugar fácilmente a una conducta adictiva: ¿qué cantidad de THC –o de antidepresivos o de ansiolíticos o de anfetaminas o de alcohol– será necesaria para suturar aquel desgarramiento en la existencia del que ha cometido crímenes? Una cantidad que tiende a infinito. La noción de uso ilegítimo –así planteada en una dimensión ética– no equivale a la de uso adictivo –que se ubica en un orden fenoménico– pero, como se ve, hay una relación entre ambas: los usos ilegítimos tienden a promover consumos adictivos.
¿Cuál sería, en contraposición, un ejemplo de uso legítimo? Podríamos construir uno siguiendo el caso de esas mismas Fuerzas Armadas. Sucede que en ese país hay personas, incluyendo a ex soldados, que se movilizan, mediante diversas formas de resistencia civil, para cuestionar acciones en las que, durante su servicio militar, hubieron de participar. Estas movilizaciones cívicas, además del efecto político que puedan producir, también son maneras de procesar psíquicamente ese dolor, esa culpa. Se advierte que este procesamiento no requiere el uso de sustancias psicoactivas. Pero se puede imaginar una escena en la que, finalizada con éxito la jornada de resistencia cívica, el ex soldado se permita celebrarlo: con buena comida, con un poco de alcohol... o de marihuana. Este uso celebratorio de la sustancia psicoactiva es legítimo, con independencia de que sea o no legal: porque, en este caso, la sustancia no actúa para hacer cortocircuito a requerimientos éticos –y a requisitos de elaboración psíquica–. La sustancia contribuye a celebrar aquello que se ha obtenido por otros medios. Es la función ancestral de la fiesta. Y el uso celebratorio no es adictivo porque la celebración es, por su propia naturaleza, un hecho puntual y condicionado al cumplimiento de otras funciones.
La distinción entre usos legítimos e ilegítimos vale, por supuesto, para diversas sustancias psicoactivas. Por supuesto, lo legítimo y lo legal pueden coincidir, y una sustancia en la que esto sucede es la cocaína: el coqueo, en zonas de Latinoamérica que incluyen el noroeste argentino, es legal; también es legítimo, en cuanto cuenta con una legitimación social, tradicional, histórica, que incluso tiene raíces religiosas. Claro que se trata de la hoja de coca, no de otras presentaciones como el clorhidrato de cocaína. Y esa legitimación social muestra cómo aquella frase que hace un tiempo tuvo difusión, “maldita cocaína”, es histórica y socialmente inexacta, lo cual a su vez permite vislumbrar cómo la demonización de la sustancia se inscribe en una concepción errónea de las conductas adictivas. Este ejemplo nos acerca también a la idea de que la presentación de una misma sustancia puede tener que ver con sus perspectivas de uso legítimo o ilegítimo: hay un uso legítimo para la hoja de coca, pero quizá no pueda haberlo para la pasta base, el paco.
Esto nos acerca a otro ejemplo, referido a las bebidas alcohólicas destiladas. Esta presentación del alcohol era desconocida por los pueblos americanos antes de la llegada de los europeos. Los conquistadores introdujeron y difundieron el uso de bebidas destiladas entre esos pueblos, para promover deliberadamente el abuso y así debilitar los lazos sociales y facilitar la dominación. Este uso del alcohol era legal, de acuerdo con las leyes de los conquistadores, pero es fácil advertir que, en términos éticos, no era legítimo
Sostengo que, con referencia a la ley, es posible discernir tres niveles con respecto al uso de sustancias psicoactivas. El más inmediato concierne al eje penalización-despenalización: aunque el uso de una sustancia sea ilegal, incluso aunque sea ilegítimo, es posible cuestionar la penalización de su consumo. Sabemos que este nivel es muy importante en términos sociales y de derechos humanos: en nuestro país, por ejemplo, miles de personas, pertenecientes a los sectores más débiles de la población, han sido castigadas (y quizá conducidas a fijarse en conductas adictivas) a raíz de la penalización del consumo.
Otro nivel de referencia a la ley es el que discute la legalidad o ilegalidad, para cada sustancia y presentación. Como sabemos, las valoraciones varían según las culturas, pero también existen criterios toxicológicos que no deberían desestimarse: no hay por qué suponer a priori que todas las presentaciones de todas las sustancias psicoactivas debieran ser legalizadas.
Y hay un tercer nivel de relación con la ley, el que me interesó especificar hoy, que examina la legitimidad o no del uso de una sustancia. Este nivel concierne, no ya, como los anteriores, a la ley jurídica, sino a la ley en su dimensión ética. Observemos que llevar a este nivel la discusión de las conductas adictivas tiene el interés de situar el tema más allá de los parámetros médicos; más allá de su medicalización. Volviendo al ejemplo del que partimos, recordemos que, desde el punto de vista del médico militar, el soldado que está mejor es el que duerme bien y no padece esa “disfunción” que puede producirse cuando el sujeto se responsabiliza por sus actos; pero, en términos éticos, el disfuncional puede ofrecer una esperanza. No me he propuesto hablar de abordajes terapéuticos para conductas adictivas. Suponiendo que tales abordajes existan, sólo han de ser válidos si se plantean en el nivel de la legitimidad-ilegitimidad del consumo, esto es, en el plano ético; allí donde se inscribe la libertad, problemática, de cada sujeto.
Pedro Lipcovich es periodista, editor del suplemento de psicología del diario Página 12.
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